Montoto

¡Era otro mundo! Allí solo se olía a tabaco y a pastillas de vejez, como diría Quevedo. ¡Qué estantes! ¡Tan altos y tan señores! Tan serios y tan altos como su dueño. ¿Quién se atrevería a manejar los infolios, si el que menos pesaba una arroba! Allí dormían, como encerrados en sepulcros, Pedro de Marca, Cornelio de la Piedra, San Agustín y Santo Tomás. Dios ha permitido que aquellos libros, de mano en mano y por ley de herencia, lleguen a las mías en sus propias cárceles, en los mismos estantes que atemorizaron al niño y fueron para él, como para el viejo canónigo, si al principio temidos, después amados y reverenciados.(Montoto Rautenstrauch, 1929, p. 25).

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