Toulouse-Lautrec, rompiendo moldes
Henry Toulouse-Lautrec (1864-1901) no nos dejó una obra cartelística amplia, son poco más de 30 obras, suficientes para dejar una profunda y larga huella. Tuvo una vida corta y difícil, pero aportó al cartel una originalidad innegable. Aquí tenemos ironía, audacia, desafío, rasgos ausentes, por ejemplo, de Cheret o Grasset, y la voluntad puramente comercial o publicitaria está mucho más presente.
En esos carteles para el Moulin Rouge, para la bailarina Jean Avril o sobre Aristide Briand, tenemos un estilo muy personal: caricaturiza, pero nunca es hiriente, son figuras nada idealizadas, sino concretas, reconocibles, que invitan. La mujer es protagonista, pero no supone ningún canon de belleza. Suelen ser mujeres muy delgadas, con arrugas en sus rostros, con medias negras, fumadoras, repintadas. Usa colores planos, gusta de rojos y negros, y crea movimiento, nos llama, nos atrae. Su mundo es en apariencia muy reducido, el París del espectáculo, el país noctámbulo, a través de interiores con luces artificiales, personajes nada jóvenes por lo general a conocer y lugares a los que nos invita a entrar. El mundo del cartel que transmite es el mismo, en gran medida, que el que nos da en sus cuadros. Es su mundo, son sus artistas amigos, lo vive desde dentro y lo ofrece sin trampa.
Tras su muerte, la familia intentó vender su obra al museo parisino del Louvre, que rechazó cuadros y carteles. Viajaron a su ciudad natal, Albi, en el mediodía francés, hoy son motivo de justificada peregrinación a la ciudad, pues se ofrecen en el que fue amplio castillo-palacio arzobispal, allí está la mayor parte de su obra. Hoy, el museo incluye también los mejores carteles realizados en su homenaje -participaron cien artistas- con ocasión del centenario de su fallecimiento.