El cartel, se ha dicho mil veces, es un grito en la calle. Por tanto, su primera función es llamar la atención. Si se da ese primer paso, podrán activarse luego los caminos de la persuasión comunicativa en pro de los objetivos publicitarios. La mayoría de los primitivos modelos explicativos del proceso de la comunicación publicitaria, nacidos en las primeras décadas del siglo XX, inciden en la importancia de ese punto de arranque que tiene que ver con la llamada de atención. El cartelista dispone de una serie de herramientas, muchas inspiradas en la retórica clásica, más útil que nunca en pleno siglo XXI. En general, puede decirse que un cartel, para garantizarse la atención de su público, debe ser sencillo –aunque no anodino-, debe buscar la concentración expresiva –sin resultar críptico, debe ser brillante –sin olvidar su fin práctico-, y algo muy importante, debe jugar inteligente con las relaciones dialógicas entre el texto y la imagen. Finalmente, si el autor del cartel es capaz de aprovechar el contexto de difusión del mismo para darle una dimensión única, sin duda estaremos ante un objeto comunicativo sumamente eficaz.
El uso de dichos recursos dependerá, evidentemente, de la estrategia publicitaria de la campaña, del público objetivo del cartel, del soporte de difusión seleccionado, de sus medidas, de los materiales que lo compongan y de otros muchos factores. No será igual el tradicional cartel anunciador de unas fiestas locales que la valla luminosa que recubre todo un edificio de una gran ciudad. Son tantas las maneras en las que puede manifestarse un cartel, que su estudio debe partir de su expresión más sencilla, es decir, de la conjunción entre texto e imagen. Acudamos a la retórica clásica. El carácter persuasivo de la retórica se materializa mediante tres categorías o caminos, según la estrategia que puede adoptar el cartelista a la hora de idear su mensaje: docere, delectare y movere. El docere se basa en la demostración intelectual y se dirige básicamente a la razón y a la lógica del público. El delectare busca el entretenimiento y diversión del público, lo que no reduce su capacidad persuasiva. En ocasiones, tras la ironía o la ridiculización se esconden las más afiladas intencionalidades dialécticas. Otras veces, el humor y el entretenimiento son la única forma de superar la aridez propia de la transmisión de determinados conocimientos. El movere, finalmente, se dirige a los afectos y sentimientos de los receptores, como puede observarse en el cartel del Ministry of Health Evacuation Scheme. Es obvio que estas tres categorías pueden encontrarse en muchos carteles publicitarios, incluso pueden coexistir en alguno de ellos, lo que viene a demostrar la estrecha relación entre el cartel publicitario y la retórica.
Por otro lado, y seguimos caminando a hombros de la retórica, de las cinco fases que constituyen la actividad retórica desde la Antigüedad, las tres primeras son plenamente aplicables a la elaboración de un cartel: búsqueda de ideas sobre un tema determinado (inventio), ordenación de dichas ideas (dispositio) y formulación del mensaje (elocutio). La inventio consiste en la búsqueda de ideas y argumentos acerca del tema u objeto de la comunicación. Para el publicitario, muchos de estas ideas y conceptos ya vienen dados en el briefing de la campaña, pero no es menos cierto que un buen cartelista publicitario debe ir más allá, generando contenidos textuales e icónicos orientados a la persuasión del público objetivo. La retórica clásica aporta el apoyo de los llamados loci (o lugares), que constituyen un catálogo de puntos orientativos para el descubrimiento de las distintas facetas de un asunto.
Una vez seleccionadas las ideas, debe procederse a la selección y disposición eficaz de dichas ideas. La materia del mensaje (básicamente, imágenes y textos) se ordena de tal forma que se consiga ante el público objetivo del cartel el mayor efecto persuasivo posible. En esta fase es fundamental que el publicitario domine el trabajo con el orden natural (ordo naturalis) y el orden artificial (ordo artificialis). En el primer caso, los elementos del cartel se presentan tal y como se esperan habitualmente, y en el otro, se exploran opciones desacostumbradas en el ordenamiento de dichos elementos, basándose en criterios cronológicos, causales, sintácticos, lógicos, etc. El orden artificial incrementa la novedad del mensaje y, en principio, la atención al mismo, pero también exige mayor participación del receptor, lo que pudiera conducir a problemas interpretativos.
Respecto a la totalidad del discurso, éste suele dividirse en cuatro partes. La primera parte (o exordium) constituye la introducción y tiene por finalidad despertar la curiosidad del público llamando su atención sobre el cartel. La segunda parte (o narratio) explica o presenta brevemente el asunto en cuestión al público. A veces, será únicamente la imagen la que pueda aglutinar toda esta función. Otras, texto e imagen tendrán capacidad para ello, aunque estemos comunicando mediante una imagen fija. En la tercera parte (o argumentatio) se desarrolla una prueba o demostración en la cual se expone el punto de vista del anunciante. Y, finalmente, la peroratio concluye el mensaje mediante una repetición abreviada de la argumentación anterior, lo cual suele coincidir con el eslogan, en el caso de que el cartel disponga de él.
La elocutio se centra en las palabras y en las imágenes del cartel. El diseño del mismo debe seguir dos sencillas normas clásicas: ars recte dicendi, que garantiza la corrección gramatical, y ars bene dicendi, que persigue la eficacia persuasiva y la calidad estética de la obra. Si estas dos reglas entran en conflicto debe seleccionarse la opción más aconsejable según la estrategia de la campaña. El cartel ha de ser estético, siendo la función del ornatus el deleitar (delectare) al público, sorprendiéndolo mediante recursos novedosos, pero sin entrar en excesos, pues, como se ha comentado, la sencillez es clave en la elaboración de los carteles. El ornatus es ciertamente la virtud que más peso adquiere en la elaboración lingüística y visual del cartel publicitario, siendo aquí donde éste despliega su creatividad e inventiva mediante el empleo de la figuras y tropos retóricos. De hecho, no hay ninguna figura ni tropo que no se pueda encontrar en un cartel publicitario. Sin embargo, existe una cierta preferencia por las figuras de omisión, como la elipsis, y ciertos tropos, como la metáfora o la metonimia. Aunque lo importante es que el cartel cumpla su función comunicativa, no es menos cierto que a veces la concentración expresiva y la brillantez en el uso de los recursos acercan la publicidad a la poesía.
Los elementos fundamentales de todo cartel son el componente icónico y el componente textual. Del diálogo fructífero entre ambos elementos se genera el éxito de los mejores carteles. A veces, se recurre sólo al texto o la imagen para componer el cartel. El debate acerca de las relaciones entre el texto y la imagen en el cartel se enmarca en el más amplio debate que se viene produciendo al menos en el último medio siglo acerca de la supervivencia del texto en un contexto en el que la imagen tiende a ser prioritaria desde el punto de vista comunicativo. De este modo, la sociedad del libro y los textos que domina la materia de expresión desde la invención de la imprenta y el desarrollo del periodismo escrito hasta mediados del siglo XX, va siendo sustituida progresivamente por la “civilización de la imagen” (término acuñado por primera vez por el historiador del arte Huyghe en 1968), en la que la imagen, fija o en movimiento, se convierte en prioritaria en los procesos de la comunicación humana. La irrupción de Internet no ha hecho más que avivar este debate, pero ello excede las pretensiones de este texto, por lo que basta aquí apuntar simplemente la radical importancia que dicho medio (o supramedio) presta a la imagen como vehículo de expresión. Sin embargo, al margen de toda disputa entre una civilización de la imagen versus civilización del libro, lo que ya nadie duda es de la necesidad de contar con ambos sistemas modelizadores de la cultura en la transmisión de todo mensaje.
Es más, todo el cartel, la fusión entre imágenes y textos, funciona como un total comunicativo, en el que texto e imagen cumplen funciones y se interrelacionan. De este modo, las principales funciones del texto de los carteles suelen ser firmar, explicitar y ampliar el mensaje, mientras que la imagen suele atraer la atención, asegurar la recordabilidad, facilitar la comprensión, enmascarar lo prohibido e incluso, en ocasiones, significar ella misma todo el mensaje. Este juego de relaciones entre texto e imagen puede hacer que unas veces ambos redunden en la misma idea, que se complementen o incluso que sean contradictorios, al menos en apariencia, pues normalmente esta posibilidad conlleva el surgimiento de un nuevo y brillante sentido en el significado final del cartel.
También el desarrollo del cartel ha corrido paralelo al de los caracteres tipográficos. La tipografía comunica y no puede decirse que exista una regla única en su uso. Todo dependerá de la estrategia publicitaria, del lugar de difusión del cartel, de su tamaño, etc. Y una vez consideradas estas variables, el cartelista debe decidirse por utilizar caracteres preexistentes registrados, o bien por encargar o concebir caracteres propios y exclusivos para el cartel, lo que implica un proceso normalmente más complejo y caro.
Y, por supuesto, el uso de los colores también merece una especial atención, como un elemento clave de la persuasión cartelística. Su empleo viene asociado históricamente al propio desarrollo tecnológico de los sistemas de impresión, y más concretamente al de la litografía (invención de Alois Senefelder de finales del s. XVIII) y de su hermana, la cromolitografía, que propagó el uso del color en las reproducciones impresas. Hoy día, a diferencia de lo que ocurrió con los primeros carteles, el color se considera como el empleo normalizado, como la solución neutra. La solución en blanco y negro vendría a ser la solución marcada o inusual en la cartelería publicitaria. En publicidad, el empleo de imágenes en blanco y negro puede adoptar distintas significaciones. En algunos casos, se trata de imágenes que nos retrotraen a la infancia de algún personaje o a épocas pasadas. En otros se emplea el blanco y negro para presentar la situación negativa previa a la irrupción del producto o servicio, o bien para mostrar al personaje disfórico.
Además de las implicaciones que tiene la elección de color o blanco y negro, no hay que olvidar que el empleo de determinados colores se asocia con determinados conceptos o sensaciones. De este modo, y para nuestra cultura, rojo y amarillo simbolizan la fuerza, lo urbano; los blancos y azules, la limpieza, la serenidad; el negro, puede significar lujo o distinción, al mismo tiempo que reacción y retroceso, etc. Lo primero que percibe el ser humano es la forma, y después el color. En todo caso, debe recordarse que la interpretación del mensaje publicitario no es unívoca, más bien es sumamente subjetiva y presenta rasgos culturales que no son necesariamente universales.
Cartel dirigido a las madres británicas durante la II Guerra Mundial para facilitar la evacuación de los niños de las ciudades, ejemplo de movere.
La repetición, como recurso retórico, es el fundamento de este cartel de Robert Geisser (1920-1995) para el diario Die Ostschweisz, realizado en 1966.
Cartel para los chocolates y dulces Matías López, donde texto e imagen trabajan conjuntamente el recurso retórico de la comparación.
Cartel con la famosa botella de Tío Pepe, ejemplo imperecedero de la figura retórica de personificación.