Lucian Bernhard, la eficacia
Si queremos publicitar un producto, consigamos que ese producto sea bien visible, inconfundible, cercano, que nos atraiga poderosamente. Los carteles del alemán, emigrado a EEUU en los años veinte, Lucien Bernhard (1883-1972), seudónimo, pues su nombre auténtico era Emil Kahn, son inconfundibles: sus cerillas Priester -tras ganar un disputado concurso-, su máquina de escribir Adler, sus binóculos Oigee, sus lámparas Osram, su tinta Pelikan, sus zapatos Stiller, sus cigarrillos Manoli, sus lápices Faber-castell, sus guantes Ranniger's, sus faros y bujías Bosh, nos llegan directos, sin nada que disimule, distraiga o disminuya el objeto publicitado, reforzado siempre, eso sí, por unas letras limpias, sólidas, grandes, pero reducidas a la marca, sin aditivo alguno, sobre fondos de colores planos a menudo negros. Un cartel que nos puede parecer en algún momento rígido, pero que no se olvida. Racionalidad, sobriedad, limpieza, funcionalismo, economía, simpleza, rotundidad pueden ser conceptos asociados a un hombre muy polifacético dentro del campo de la publicidad, que además de sus carteles, nos dejó peculiares y heterogéneas tipografías, de la Bernhard ghotic a la Bernhard fashion, por encima de la veintena. Cultivó igualmente la identidad corporativa y los logos de muchas de las marcas para las que trabajó han estado largamente vigentes y en algunos casos aún siguen.
Muy activo entre 1905, cuando abandona el hogar familiar, donde no se siente respaldado, tiene una década muy activa en el ámbito del cartel hasta 1915. Luego ha de realizar carteles propagandísticos para su país durante la I Guerra Mundial, a los que lleva igualmente su contundencia -manos de hierro, por ejemplo- y su simplicidad. El autodidacta que llegó a dar clases en la mejor escuela de arte berlinesa y luego recorre Estados Unidos explicando sus ideas, el nuevo grafismo, abandona la publicidad tras la II Guerra Mundial para dedicarse a la pintura y también la escultura, pero antes ha señalado un camino.