La aparición
Coincide con la consolidación del cartel, de forma que desde sus inicios el cinematógrafo va a utilizarlo como vehículo privilegiado para publicitarse. Tanto los hermanos Lumière, en Francia, como Thomas A. Edison en EE. UU., lo harán. Incluso en las invenciones que a lo largo del siglo XIX han precedido al cine el cartel ha estado presente, como muestra el cartel de Jules Cheret de 1892 para el espectáculo «Pantomines lumineuses», definido como «théâtre optique». El cartel tiene en esos momentos, fines del XIX, una tradición de vehículo destacado para divulgar el espectáculo –teatro, circo, variedades- que aprovechará el cine. Ya hacia 1910 casi todos los films con al menos una bobina –diez minutos- se anuncian mediante carteles. Como se exhiben por lo general varias películas cortas en una misma sesión, el cartelista está obligado a relacionarlas todas o las principales y ello lleva a un modelo con mucho texto y escasa originalidad.
Cine mudo
Las primeras grandes productoras francesas, Gaumont y Pathé, cuidarán de encargar muchos de sus carteles a artistas conocidos, y algo similar ocurre en la Alemania de la UFA y el expresionismo, como el alabado cartel del pintor Otto Stahl-Arpke (1886-1943), para la película El gabinete del Dr. Caligari (1919), de Robert Wiene, aunque también se recurrirá a diseñadores conocidos, caso del austríaco Theo Matejko para El último hombre (1924) y Tartufo (1925), de F. W. Murnau. En Italia cartelistas reconocidos como Luigi Caldanzano (1880-1928) serán asimismo reclamados por el cine, es el autor, por ejemplo, de otro de los carteles de la mítica Cabiria» (1914), de Giovanni Pastrone. En este país, un productor y realizador, Enrico Guazzoni (1876-1949), llegará a crear un establecimiento litográfico especializado en carteles de cine y encargará su realización a destacados cartelistas del momento En Estados Unidos, productoras como la Biograph, acorde con la tradición publicitaria del país, poco amiga de artistas, recurrirá sobre todo a publicistas conocidos. El cine surgido tras la revolución rusa busca también la vanguardia artística, el cartel de Alexander Rodchenko para El acorazado Potemkin (1925), de Serguei M. Eisenstein, es una muestra, y el mejor ejemplo probablemente el de Dziga Vertov para su película El hombre con una cámara (1928), que recurre al fotomontaje. Poco a poco el cartel cinematográfico se diversifica, abarcando desde el «programa de mano», es decir, una octavilla reproduciendo el cartel que se distribuye en torno a lugares concurridos -mercados, calles céntricas- hasta el cartel mural en lonas de las fachadas de los grandes locales cinematográficos, cuando estos asomen en los años veinte.
Hollywood
El sonoro abre una época dorada para el cine que durará algo más de tres décadas, hasta que la televisión, a lo largo de los años sesenta, comienza a reducir decididamente su público. En esos años de apogeo Hollywood, a través de sus grandes productoras, con distribución mundial, ofrece un impresionante desarrollo publicitario en torno a cada película, el cartel es siempre relevante en ese planteamiento, pero no elemento único y con frecuencia resulta la punta de iceberg en estrategias complejas. Con el «star system» en EE. UU. se impone un cartel hegemonizado por los protagonistas de la película, sea comedia o drama, práctica que pronto se traslada también a Europa. Casi siempre vertical. Cartel de una sola idea, dominante y sintetizadora. Se impone el doblaje y proliferan los carteles con versiones nacionales de los grandes film de Hollywood. Una práctica llamada a larga andadura. A la cromolitografía va a suceder la fotolitografía, que permite una mayor riqueza de colores y un lenguaje más complejo. Bill Gold (1921) es uno de los cartelistas más representativos del «star system»; sus carteles, que cubren de los años cuarenta a los setenta, muestran habitualmente en acertados retratos a los protagonistas: Humphrey Bogart en Casablanca (1942), de Michael Curtiz –su primer cartel- o El sueño eterno (1946), de Howard Hawks, en aquella con Ingrid Bergman y en esta con Lauren Bacall; Cary Grant en Noche y día (1946), asimismo de Curtiz; James Dean en Al este del Edén (1955), de Elia Kazan; Marilyn Monroe en El príncipe y la corista (1957), de Lawrence Olivier, o Audrey Hepburn en My fair lady (1964), de George Cukor.
Rupturistas
En EE. UU. la renovación del cartel se inicia sobre todo a través de figuras como Saúl Bass (1920-1996), que nace en Nueva York y desde 1946 reside en Los Ángeles. Aprende con diseñadores de origen europeo y a través de ellos conoce las corrientes de vanguardia, desde la Bauhaus alemana al constructivismo ruso. Trabaja en una agencia propia y en 1954 recibe de Otto Preminger el encargo de realizar el cartel de Carmen Jones, a partir de entonces su nombre como cartelista va unido al de un buen grupo de los mejores realizadores de Hollywood, con carteles muy innovadores, caracterizados por una profunda elaboración conceptual que lleva a prescindir de referencias a los protagonistas y centrarse en una sutil evocación del núcleo del film, mediante diseño muy sencillo –pero profundamente trabajado- con imagen dominante y el uso frecuente de un doble color, rojo y negro. Ejerce profunda influencia en cartelistas posteriores, aunque pocos llegan a su simplicidad conceptual.
Cine español
En España, como en otros países, los primeros carteles siguen la pauta del circo y otros espectáculos populares y se ofrecen en formatos alargados, dominados por el texto y, a lo sumo, alguna pequeña imagen. Luego, cuando se consolida el nuevo espectáculo, se inicia un cartel impulsado por la salas de exhibición en el que domina claramente el nombre de la sala e incluso su ubicación sobre los rasgos de la propia película; pero ya en los últimos años diez se irá imponiendo un cartel dominado por el propio film, al principio se destaca el autor –pues menudean los largometrajes con origen literario-, pero ya en los últimos años veinte y sobre todo desde la consolidación del cine sonoro, se destacan los actores protagonistas e incluso el director. El primer cartelista destacado será el pintor César Fernández Ardavín (1883-1974), de familia de impresores y padre y hermanos de cineastas. Con la II República, la implantación del sonoro y la aparición de productoras relevantes, como Cifesa, entre otros factores, el cartel alcanza en España un primer desarrollo, cuantitativo y cualitativo, a él acuden desde un innovador Josep Renau hasta los más destacados representantes del cartel comercial del momento, como Rafael de Penagos o Salvador Bartolozzi. El franquismo supone un periodo de apogeo –al menos cuantitativo- del cartel de cine, complementado por las hojas de mano –prospectos-, los grandes telones en las fachadas de los cines y otras fórmulas paralelas al cartel. La censura, sin embargo, limita de forma notable la creatividad hasta avanzada la larga etapa, aun así permite que se consoliden algunos cualificados y pródigos especialistas, como el madrileño Francisco Fernández Zarza (1922-1992), con su seudónimo de «Jano», o el catalán Macario Gómez Quibus (1926), que populariza el de «Mac». Trabajan sin duda a destajo. «Jano» realiza carteles desde mediados de los años cuarenta y aporta en torno a los 5.000 carteles –además de portadas de libros y revistas y carteles de circo y de espectáculos musicales- y aunque el nivel medio es discreto, pues la obligada comercialidad merma el estilo propio. En los últimos años del franquismo y en la transición se consolida una nueva generación de cartelistas muy diferente, son buenos conocedores del diseño internacional y desde luego del cartelismo de cine más innovador –como los artistas polacos o norteamericanos como Saúl Bass. Será el caso del conquense José María Cruz Novillo (1936). Es quizá el cartelista más significativo del «Nuevo cine español», gracias, en parte, a ser el cartelista del productor Elías Querejeta: carteles de films de Saura, Eceiza, Summers, Erice. o el de Surcos (1951), la película en la onda neorrealista de Nieves Conde.
Renovacion
Una profunda renovación del cartel cinematográfico se produce en las últimas tres décadas. No en balde coincide con la decadencia de la exhibición en salas, que en gran medida pasa a ser secundaria en la economía de la productora frente a los ingresos por los pases en canales de televisión o los derivados de la visión –vía primero VHS luego DVD- en el propio hogar. El cartel de cine mantiene un poder identificador, pero ya no domina la publicidad del sector. Al mismo tiempo, el auge del concepto de cine de autor y del papel del director, frente al productor, la consideración del cine como parte destacada de la expresión cultural de los pueblos, facilita que disminuya la presión de las productoras sobre el cartelista y que éste pueda trabajar con más autonomía y pueda ubicar el cartel de cine en un lugar destacado del panorama del cartel cultural y de eventos, tan poderoso y tan presente en la cultura actual. El cartel de cine es abordado por los más cualificados renovadores del diseño, de forma que vanguardia y cartel están claramente unidas en el ámbito del cartel cultural y dentro de éste el cinematográfico. Que artistas españoles como Oscar Mariné, Javier Mariscal, José María Cruz Novillo o Isidro Ferrer, cultiven con asiduidad el cartel de cine avala ese tono vanguardista y ese prestigio actual de este género. En todo caso, la renovación se produce mucho más en el seno del cine europeo, o incluso latinoamericano, que en el de Hollywood. En Estados Unidos coexisten continuadores e innovadores, acaso con más presencia de aquellos, que en todo caso suelen ofrecer también algunos carteles poco clásicos. Steven Chorney (1951), que comienza realizando carteles ortodoxos, innova en diseños como el de ¿Quién engañó a Robert Rabbit? (1988), de Robert Zemeckis. Similar es el caso de Tom Jung, que se inicia realizando carteles para relanzamientos como el de Lo que el viento se llevó, de Victor Fleming, en 1967, y naturalmente reproduce el más habitual «star system», para ir evolucionando hacia un estilo más personal, que cuaja en carteles como el de Dune (1984), de David Lynch. También Dawn Baillie, con una trayectoria clásica, despliega creatividad en carteles como el de El silencio de los corderos (1991), de Jonathan Demme. Obtiene en 2012 el premio Saul Bass de diseño cinematográfico. El más pródigo es, en todo caso, Drew Struzan (1947), diseñador de los carteles de series enteras, como «La guerra de las Galaxias» o «Indiana Jones», y con posterioridad «Harry Potter», pues trabaja intensamente para George Lucas y Steven Spielberg. Su extensa obra abarca desde relativamente clásicos, aunque con algún toque irónico, como Loca Academia de Policía (1984), de Hugh Wilson, hasta los de Regreso al futuro (1985), de Robert Zemeckis o El hombre de la Rosa (1986), de Jean-Jacques Annaud mucho más audaces.