… ejercitarse en el arte de durar…,  con este consejo concluye Sloterdijk su libro Los hijos terribles de la Edad Moderna, una reflexión cínica sobre el “experimento antigenealógico de la modernidad.” Ese ejercicio podría ser un punto y seguido para una labor que dura años y que se ha dirigido de manera casual –entendiendo por ello: los efectos que el entorno produce sobre un sistema que no está relacionado con el pasado o con el futuro por medio de disposiciones estructurales- y por ello carente de sostén que evite cualquier caída, dentro de un orden. Pero imaginemos ahora que nuestro entorno es un almacén de libros y otras cosas que llamamos biblioteca, no la Escuela, ni la ciudad, ni el mundo, tan sólo ese espacio repleto de estantes y buscadores donde se guarda materialmente tangible, un conocimiento humano específico: sobre el arte de habitar y la técnica que modernamente lo acompaña y pretende gestionarlo: la arquitectura. En este punto y seguido, de esa ejercitación continuada, que dura, queremos abrir un círculo, una convocatoria para una experimentación que confiada en lo acumulado quiere establecer un diálogo capaz de coser los trozos de una temporalidad primero anulada, luego alternativa hasta la esquizofrenia, luego ilusamente demorada en prácticas circulares de consumo y... Esta sólo es una conjura –esperemos que una vez más no la de los necios- que maniobra sobre una situación para convertirla –con imaginación- en un “principio de esperanza” que se ocupe del relevo psicopolítico de la corrupción. No hay teoría del timonel, ni confianzas excesivas en lo proyectivo, tan sólo un ejercicio que se muestra sin trascendencia necesario… como “un pulso que golpea las tinieblas”, ciegamente afirmando. 

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